Publicado el 8 de septiembre de 2005 en la revista El faro del Silencio de la CNSE
Como han hecho notar muchos investigadores la homosexualidad y la discapacidad, especialmente la sordera, tienen muchas cosas en común. Comparten una historia de persecución. A las personas que nacían con una discapacidad se las convertía en culpables; en muchas culturas, la discapacidad era considerada signo de pecado, pecado de los padres, de uno mismo, pecado en esta vida o en otra anterior; signo, en todo caso, de algo oscuro y pernicioso. No han sido pocos los que lo han pagado con su vida su diferencia. Después, la discapacidad fue considerada una enfermedad, al igual que la homosexualidad. Las personas con discapacidad fueron internadas en hospitales y asilos de por vida. Pero mientras que los homosexuales conseguimos organizarnos y dar cauce político a nuestra reivindicación fundamental a la igualdad, las personas con discapacidad estamos lejos de poder hacer lo mismo con nuestra diversidad funcional. Porque los prejuicios que se asocian a la discapacidad están más vivos que nunca. El principal prejuicio es el que asocia la discapacidad a enfermedad con lo que aquella se convierte en algo de lo que apiadarse, no en una circunstancia personal con la que solidarizarse. Pero la discapacidad no es una enfermedad sino, en la mayoría de los casos, una circunstancia personal como muchas otras. ¿Quién mide lo que es normal? ¿A partir de que estándares se considera que una persona es normal y otra no?
Si decimos que la lucha de los homosexuales hubiera sido igual aunque fuéramos un 2% de la población lo mismo deberíamos pensar de las personas que miden 1.30 o de aquellas personas que van en sillas de ruedas, o de las personas sordas. La diversidad humana es infinita y cualquier idea de normalidad es excluyente. La interpretación de la diversidad funcional como minusvalía, discapacidad después, enfermedad siempre, provoca miedo y lástima y hace hincapié en la intervención médica, no en la social. Pero la discapacidad, como la sexualidad, es una construcción social; en sí es un rasgo físico como otros; son las desventajas y la exclusión social lo que la construye. Esta sociedad emplea mucho dinero intentado evitar que nadie nazca diferente, asumiendo que serán muy desgraciados, pero en cambio no se emplea apenas nada en cambiar el modelo social imperante para acabar con las discriminaciones que dicha condición genera. Es la sociedad la que discapacita a las personas y son los prejuicios personales (los mismos que producen el racismo o la homofobia) e institucionales los que crean la discriminación; no hay discapacidades, sino ambientes discapacitantes. Las vidas de las personas discapacitadas no son menos valiosas ni necesariamente trágicas. Yo nunca he querido ser diferente a la que soy, pero siempre he querido cambiar una sociedad que me excluye. Podemos y debemos politizar nuestra diferencia. El enfoque correcto es el que pretende hacer de la diversidad física, auditiva o intelectual un dato de identidad más, ni mejor ni peor que otros. Ser diferente no es nunca problemático, lo problemático es la discriminación intolerable que padecemos.
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