Publicado en El Plural el 31 de diciembre de 2011
Existe una estrategia internacional, que se inicia en los 80 en los grupos de extrema derecha (antiaborto y anti derechos lgtb) de los EE.UU, para revertir en lo posible los avances de las mujeres en las últimas décadas. Mientras estos avances podían conseguirse sin tocar privilegios masculinos, sin desmantelar eso que se ha llamado sistema patriarcal, eran relativamente asumibles, pero ha llegado un momento en que las mujeres no podemos seguir avanzando hacia la igualdad completa si los hombres no renuncian, o se ven obligados a renunciar, a una parte de los privilegios que tienen por ser hombres, fundamentalmente a una parte del poder; simplemente porque el poder es el que es y donde antes estaban 100 hombres tendrán que estar 50, ya que pretendemos que entren 50 mujeres. El poder tendrán que compartirlo: en la familia, en las empresas, en el trabajo, en la política, en todos los ámbitos. Y tendrán que compartir también su contrapartida: el trabajo no remunerado que hacen las mujeres, el trabajo de cuidado.
Hasta ahora ser antifeminista estaba mal visto, al menos en Europa. Al fin y al cabo pocas cosas coinciden más con el espíritu de la democracia y de un estado social basado en la igualdad que el feminismo: igualdad y ciudadanía para todos/as. Era difícil oponerse al feminismo y han tardado en conseguirlo pero al final lo han hecho; lo han conseguido construyendo un discurso que parece igualitarista pero que persigue todo lo contrario.
La lucha es contra el concepto mismo de “género” porque este concepto ha sido el que permitió entender y conceptualizar la realidad de la situación de las mujeres y de los hombres y por eso su lucha es contra la ONU, contra la FAO, la UNESCO y todas las agencias internacionales que trabajan con la idea de género. Su lucha es contra las políticas de los países, contra los partidos, contra la idea misma de igualdad.
Porque el concepto de “género”, lo que hace es señalar que la desigualdad de las mujeres no es natural sino algo construido socialmente y por tanto puede revertirse, y en nombre de la igualdad debe revertirse. Cuando los neomachistas luchan contra esta idea, lo que hacen es tratar de devolver a las mujeres al estado de naturaleza; intentan volver a la idea de que lo que hace que mujeres y hombres vivamos en situaciones distintas se debe no a una desigualdad social de carácter estructural, sino a supuestas diferencias marcadas por la naturaleza y por tanto, según ellos, inamovibles.
El concepto de género es el enemigo a batir. Por eso para ellos la violencia de género no es tal, sino violencia en el ámbito familiar, con la que la desigualdad queda invisibilizada y el maltrato parece obra de locos; también por eso se disponen a cambiar una ley que claramente señalaba que la desigualdad de género es la causa de este tipo de violencia y que sólo se puede combatir reconociendo este hecho. Por eso no pueden soportar el lenguaje inclusivo, porque ese lenguaje visibiliza la entrada de otro sujeto, las mujeres, en el ámbito de lo existente.
Sus campañas están ya bien definidas: crear confusión usando cifras de inexistentes denuncias falsas por violencia machista; convertir a los hombres en las víctimas discriminadas por la paridad; hacer campaña también sobre unos supuestos hombres maltratados por las mujeres; conseguir la “custodia compartida” incluso en los casos de maltrato; extender por los tribunales un síndrome inexistente, el SAP, (Síndrome de Alienación Parental, creado por un padre maltratador y abusador expulsado del Colegio de Psicólogos de su país) para quitar a las madres la custodia de sus hijos e hijas.
Los neomachistas han conseguido abrir espacios desde sus páginas web en las que se presentan como víctimas de un sistema que “privilegia” a las mujeres. Pero cualquiera que entre en sus páginas verá que se trata de misóginos furiosos que en muchas ocasiones entre vivas a Franco y a Hitler y nostalgias de un pasado en el que las mujeres les pertenecían y no les disputaban nada, se atreven a llamarnos feminazis a las mujeres que luchamos por la igualdad.
Si ese discurso ha calado es porque conecta además de con los sectores más misóginos, con muchos otros que no siendo políticamente conservadores no han terminado de entender o aceptar la necesidad de luchar por la igualdad entre mujeres y hombres. Los derechos de las mujeres están siempre en riesgo y muchos hombres, partidos o instituciones supuestamente progresistas tienen dificultades para ser verdaderamente igualitarios. Es terrible ver a los grupos de Izquierda Unida o de Amaiur en el Congreso, por ejemplo, casi sin representación femenina. A los progresistas que aun no son beligerantemente igualitarios hay que denunciarles y exigirles que lo sean.
Hay que exigírselo porque vamos a ver cómo en la cuestión de los derechos de las mujeres, en ir recortando avances, se va a centrar una parte importante de la política de la derecha. Y es que por muy acostumbrados que estemos a la discriminación de las mujeres hay que llamar a las cosas por su nombre. Los que pretenden recortar nuestros derechos son fascistas. Los que pretenden borrarnos de la vida social, invisibilizarnos, mandarnos al espacio privado, ponernos del lado de la naturaleza, controlar nuestros cuerpos, imponer sus opiniones sobre cuestiones que sólo nos atañen a nosotras, dificultar por todos los medios a su alcance la consecución de la igualdad entre mujeres y hombres, son fascistas. Si esto mismo pretendieran hacerlo con cualquier otro grupo social o étnico, diríamos que son fascistas.
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