Publicado en El Plural el 30 de octubre de 2011
Domingo por la tarde, después de una semana horrible de mucha tensión. Tumbada en el sillón de mi salón, mirando los árboles y pensando en lo mal que vivimos. A mi me gustan mucho los árboles. Sí, ya se que no hay nadie que odie a los árboles, pero es que a mi me gustan especialmente, reparo en ellos, los miro, me dan paz y alegría, soy consciente de cuándo hay árboles y cuándo no y qué tipo de árboles son. Vivo en un barrio lleno de árboles, en una calle llena de árboles. Desde el sillón de mi salón, si miro hacia la ventana, no veo más que el cielo y árboles. Veo cómo cambian según la estación, los veo cambiar de color y de aspecto, llenarse de hojas o frutos (tengo un níspero y una higuera justo debajo) o quedarse con las ramas peladas. Luego, en cuanto llega la primavera, me encanta ver como esas ramas desnudas se van llenando de unas pequeñas yemas verdes que lo terminan cubriendo por completo. Cuando estoy tumbada en el sillón tapada con una manta, ahora en otoño o en invierno, miro a la ventana, veo caer las hojas y puedo quedarme horas mirando; cuando llueve veo cómo las hojas brillan y veo también el agua deslizarse sobre ellas; de noche la visión de los árboles iluminados en primer plano, con nada más que la oscuridad detrás, me parece un paisaje casi mágico, un privilegio.
Pues mi edificio tiene un enorme espacio trasero, un patio o un jardín bastante grande, lleno de árboles. No sé que objeto tiene, es un espacio inutilizado, no se puede acceder a él de ninguna manera. Pregunté a la dueña de mi piso y me dijo que la comunidad no quería hacer ahí un jardín porque sería carísimo de mantener. Claro, pero… ¿Qué entiende la gente por “jardín? ¿Un lugar lleno de árboles y plantas no es ya un jardín? ¿Por qué esa necesidad de “urbanizar” el jardín, de gastar agua, de plantar especies que necesitan cuidados especiales, que cuestan dinero, que necesitan de un jardinero que esté pendiente? Esto que hay es ya un agradable jardín en el que una puede sentarse a leer tranquilamente o incluso tumbarse en verano bajo la sombra de un plátano. Los niños podrían jugar también en lugar de volverse locos en los mini pisos.
El portero, en cambio, me aclaró las cosas cuando me dijo que ese espacio era originalmente para hacer una piscina, pero que no se ha hecho porque también cuesta mucho dinero. ¡Y que no se haga! Eso sí que es un gasto absurdo, enorme e innecesario. No tengo nada contra las piscinas (me gusta mucho nadar) pero que cada edificio tenga su piscina es absurdo e insostenible. Además una piscina puede hacer que un edificio resulte invivible. La piscina son gritos continuos, ruido sin fin desde la mañana a la noche y espacio destinado a un solo uso y sólo unos pocos meses al año en lugar de utilizar el espacio todo el año y para más cosas.
Tampoco entiendo, esto es lo que entiendo menos, por qué no podemos entrar ahí las personas de la vecindad ya que el espacio existe y no se usa. ¿A quien puede molestarle que yo entre y me siente debajo de un árbol con un libro?. Planteé tal cosa al portero y a la dueña y por la forma en que me miraron me di cuenta de que estaban convencidos de estar ante una peligrosa antisistema. “No, no, ese espacio está cerrado; si lo abrimos todo el mundo se empeñaría en usarlo”. ¡Ajá! Así que no se puede usar porque corremos el peligro de que se use. En fin, sé que es una tontería pero qué mal vivimos y qué poco dispuestos estamos a aprender a vivir un poco mejor; con un jardín, por ejemplo.
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