Publicado en El Ciudadano el 9 de diciembre de 2010
Los malos tratos, la tortura, los tratos degradantes, la pena de muerte son siempre y sin ninguna diferencia graves violaciones de los derechos humanos, se apliquen a quien se apliquen. Si normalmente las democracias se precian de no tener presos políticos y exigen a los países que los tienen el respeto a los derechos de estos presos, olvidan que los presos comunes también tienen derechos y que la privación injusta de éstos no es más permisible porque los sufra un preso común o uno político. Las vidas de ambos valen lo mismo y su dignidad es idéntica. Así, a ningún preso, por muy condenado que esté, por muy grave que sea su delito, se le puede torturar ni maltratar de ninguna manera; no se le puede aplicar más pena que aquella que la ley establezca, ni se le puede aplicar tampoco ningún tipo de trato degradante o inhumano. Igual de importante es que el estado tiene que garantizarles una vida digna y suficiente en la prisión, así como la posibilidad de reinsertarse cuando salgan.
Ninguna sociedad puede ser verdaderamente libre ni democrática si no entiende y defiende que los presos son ciudadanos con derechos, que las prisiones tienen que ser lugares dignos en los que las personas allí condenadas puedan no sólo vivir sino también labrarse un futuro para cuando salgan. Las prisiones deberían ser, además de lugares de castigo al delincuente y prevención del delito, lugares en los que fuera posible encontrar una oportunidad. No olvidemos que los que están allí dentro son, en su inmensa mayoría, personas para quienes la igualdad de oportunidades no ha pasado de ser mera teoría. La proporción de personas pobres con respecto a las ricas, la proporción de minorías étnicas o raciales con respecto a la homogeneidad nacional, dan idea de que la cárcel es el lugar en el que se pone de manifiesto que el estado ha fracasado en garantizar la igualdad de oportunidades a sus ciudadanos. Por ello no debería fallar en garantizarles, al menos, sus derechos humanos.
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