MEDITAR CON PROUST

Publicado el 30 de mayo de 2023


Este es un texto largo que es parte de un capítulo de un libro que se supone que estoy escribiendo (o quizá no) sobre mi depresión y mis años en política.

En cierto sentido, mis años en política casi acaban con mi vida. Aun es pronto para saber si he sobrevivido. Me encuentro en periodo de latencia. Por la mañana me despierto pensando que no lograré atravesar todas las horas del día. Abrir los ojos y recuperar la consciencia absoluta es doloroso. A veces, me quedo inmóvil un rato y me digo “tengo que seguir”, casi como un grito de apoyo a mí misma. Pero ya ese mínimo autoapoyo es mucho, “tengo que…” implica ya una cierta voluntad para conmigo misma. Ha habido momentos en que ni eso tenía. Entonces pienso que estoy mejorando.

En los ejercicios con los que intento alejarme del dolor extremo y controlarlo surgen también otros engendros. Los monstruos siempre acechan en los recovecos de la mente enferma. Una de las consecuencias del silencio en el que quiero esconderme es que escucho mi cuerpo, lo escucho funcionar como la máquina frágil que es. Y los sonidos y las sensaciones del cuerpo, cuando el exterior desaparece tragado por un yo volcado en sí mismo, no son tranquilizadoras. El organismo se siente vivir a bocanadas, escucho cada inspiración y expiración como si fueran truenos, el estómago ruge de hambre, el fluir de la sangre puede llegar a rozarme la piel.  Me doy cuenta de que el cuerpo es una máquina no armónica que, en ocasiones, se ralentiza y a la que parece que le cuesta volver a su velocidad normal; a veces tengo la sensación de que el esfuerzo que parece necesitar para continuar funcionando va a acabar con ella, que se va a detener, y esa consciencia de las interioridades, de los secretos, del mecanismo que nos mantiene vivos, da miedo. Somos un cuerpo que la mayor parte del tiempo no percibimos. Pero cuando no es posible dejar de sentir el propio cuerpo entonces, es inevitable que llegue un día en el que se advierte un retortijón extraño, un pequeño dolor o malestar que parece localizarse en algún órgano cuyo nombre quizá conozco, pero del que lo ignoro todo: el hígado, el páncreas, los riñones. Siento pinchazos como agujas en medio del pecho, algún músculo se acalambra rítmicamente, la respiración de repente se me hace más pesada y más honda de lo que imagino debe ser, y me asusto. Imagino cosas que no quiero imaginar pero que se me aparecen como pensamientos intrusos a pesar de los esfuerzos que hago por no pensarlos, como que el estrés y los niveles de angustia que he padecido en los últimos años y de los que todavía no he conseguido librarme me terminarán produciendo alguna enfermedad. Leí que el estrés hace que aumenten los niveles de cortisol y que este, a largo plazo, puede producir cáncer. Entonces, ahora, todos mis esfuerzos los vuelco en tratar de controlar la angustia con la vana esperanza de controlar así los niveles de cortisol.

Probé varias estrategias para controlar mi ansiedad; pequeñas cosas a las que me aferro. Aprendí lo que es el Hyagge para los daneses. Se trata de construir el bienestar a través de un entorno confortable. En algunas tardes terribles, apago las luces, enciendo velas, me tapo con una manta y procuro pensar que estoy protegida. Dinamarca es un país oscuro, con muy pocos días de sol y por eso ellos buscan la felicidad en el interior de sus casas, en luces tenues, un buen libro, una manta suave, una bebida caliente y dulce…Las depresiones no se curan con esto pero supe que con pequeñas cosas como estas era capaz de superar algunas tardes en las que la angustia no me permitía respirar. He aprendido a controlar la respiración con ejercicios, a no esperar del día otra cosa que las horas pasen y no me maten.  Y aprendí también que mejor verme en espacios pequeños que grandes y, poco a poco, fui achicando mi casa y fui desprendiéndome de casi todo lo que tenía, todo lo que sobraba. Al final, sentía que sólo podría sobrevivir si era capaz de vaciarme, de refugiarme en lo más liviano, en lo que no pesa, en los espacios que se adaptan a mi cuerpo y no al revés. Y poco más, sentir las horas sin tratar de ignorarlas, no resistirme a su peso.

Algunas personas me dieron consejos para superar la depresión y entre los más habituales se encontraban hacer deporte y meditación. Durante un año más o menos fui a nadar a la piscina de mi barrio pero, lejos de serenarme, la natación me producía ansiedad, no me libraba de la sensación de estar perdiendo el tiempo. Esa ansiedad, lo sé, es parte del problema. “Nada cuesta más que no hacer nada”, es la primera frase de un libro de Jenny Odell que me gustó mucho. Durante mucho tiempo, mientras fui capaz de seguir tirando de mí, no podía librarme de la sensación, casi física, de que el tiempo en el que no hago nada (productivo) es como el agua que se deja correr por un grifo abierto en tiempo de sequía, angustiante. Llegó un momento en que incluso leer por placer me parecía perder el tiempo y escuchaba ese agua corriendo y perdiéndose por el sumidero cuando más falta hace.. Luego ya escuchaba el agua todo el tiempo, cuando paseaba, cuando veía la televisión, mientras cocinaba, siempre; estaba en mi cabeza.

En cuanto a la meditación, aprendí a utilizar el dolor como el objeto en el que centrar mi atención. Intentaba convertir el dolor psíquico, esa sensación que es del alma puramente, en algo físico para poder manejarlo, cercarlo, controlarlo. Así, por las mañanas me esforzaba en concentrarme en las sensaciones físicas del dolor anímico que me inundaba. Me centraba en la presión en el pecho, por ejemplo, en la piedra que lo ocupa todo. Pienso en ella, busco descomponerla en pedazos, intento calibrar su peso, atiendo al calor que me produce, esa especie de ardor en el esternón. Busco comparar el peso de la piedra con otras sensaciones  como, por ejemplo, el miedo, cuyas manifestaciones físicas son similares.  Si tuviera que definir la depresión con pocas palabras podría decir que es como un miedo intenso que se prolonga en el tiempo sin alivio. Imagina un momento de pánico, ese vaciamiento súbito del estómago, los latidos del corazón acelerados, el calor como una brasa interna, esa carga que impide respirar, esa cierta distorsión de la realidad …pues eso durante horas, días, meses, años. Lo que intentaba en esos días era pensar la piedra como algo mensurable, como algo que podía manejar, cambiar de sitio por mi voluntad, ponerla en otro lugar en el que pudiera, por instantes, olvidar. Y,  así, a veces, conseguía que se hiciera un poco más ligera. En muchas ocasiones, en cambio, no conseguía nada y seguía ahí el resto de la mañana. Por las tardes siempre era más fácil. La noche es siempre un alivio hasta que llega la hora de dormir.

Lo peor de todo es el sueño. Es muy difícil engañar al sueño con trucos, imposible. Duermo muy poco, me cuesta mucho dormirme y me despierto muy pronto y muchas veces sobresaltada, como consecuencia de una especie de golpe, como si me hubiera caído, como si en mi interior algo se hubiera desprendido. Me despierto con mucho miedo. Reconozco que en alguno de estos despertares he pensado en matarme.

Con la intención de meditar, o algo parecido a meditar, comencé -de nuevo- a leer a Proust. Sé que parece pedante y, quizá, falso. A mí me sirvió. Leer durante horas En busca del tiempo perdido es como sumergirse en un lago calmo, en una dimensión sin angustia, aunque no sin esfuerzo.  El esfuerzo consistía en tratar de mantener la mente fijada en esa corriente de palabras que fluye sin detenerse; no permitir que mi atención se saliera de sus márgenes, que buscara ningún otro interés más allá del discurrir de las palabras. No es la belleza de su literatura lo que permite utilizar a Proust como mantra para meditar. Es más bien la manera en que las palabras se van sucediendo, en la que las frases se convierten en ríos que discurren ininterrumpidamente, en esa corriente cuyo sentido sólo se percibe si se pone en cada palabra, y en la manera en que se ligan entre sí, toda la atención, y cuya cadencia se descompone enseguida si se deja que el pensamiento se evada. Hay que mantenerlo atado a la frase. La atención que requiere la lectura de Proust, con todos los sentidos puestos en la comprensión del texto, en no desviarse ni un minuto, en no escuchar el ruido de una puerta, ni los gritos de los vecinos o la televisión de la habitación de al lado, es lo que ejerce un efecto parecido a la meditación. Es necesario hacer acopio de toda la voluntad posible, y dirigir esta voluntad hacia la lectura para no volar, para no salirse, para no dejarse ir, para que la mente no se escape del texto. A veces ocurre que cuando llevo un rato luchando por leer cada palabra, por aferrarme a ellas y a su continuidad,  la corriente de repente se hace más calma, me rodea, y la angustia se diluye.  Y entonces sí, siento que puedo  permanecer en la superficie, palabra tras palabra, dejándome llevar sin oponer resistencia. Eso pasa cuando aparece en la infancia del narrador, como la mía o la de cualquiera, el sol que todos llevamos dentro, los besos de mamá, la memoria que es de cada una pero que es al mismo tiempo un patrimonio que compartimos. La calma llega cuando la nostalgia se convierte en olor y sabor y da, además, calor.  Es un instante apenas porque, enseguida, esa inmersión en la calma se termina y esa necesario volver a trabajar la atención, volver a luchar por conseguir retener el sentido de las larguísimas frases. Y ese esfuerzo que hago para seguir el ritmo de las frases,  ese  esfuerzo para expulsar de mí todo lo que no sea la comprensión de la palabra misma, no es más que una forma de meditar, similar a pasar las cuentas del rosario o el misbaha.

En estos meses últimos especialmente, Proust me ha salvado de mucho dolor, de mucho miedo y angustia. No sé si me ha salvado la vida, pero me gusta pensar que sí.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

FEMINISMO EN LOS PARTIDOS

  A Pedro Sánchez le perseguirán siempre unas palabras que, seguramente, él creyó que eran sensatas o, en el mejor de los casos, inocuas.  F...