Los fanatismos, cualquier fanatismo, aguanta mucho mejor un sesudo ensayo que un chiste. Eso es porque el fanatismo, el integrismo, no se mide en las mismas coordenadas que la razón. Una reflexión inteligente, seria, profunda, puede ser muy importante y necesaria, pero también puede ocurrir que confrontada al fanatismo, a este le resbale. Los fanáticos son inmunes a la inteligencia sin aditamentos, pero no tanto a la inteligencia con humor. El fanatismo, el integrismo religioso, son trágicos porque nunca son pacíficos, porque cuestan vidas y porque, en todo caso, acarrean mucho dolor. Pero si pudiéramos por un momento hacer abstracción de sus consecuencias terribles, veríamos que sus planteamientos son risibles, ridículos, que lo sorprendente es que nadie medianamente normal se los tome en serio. Eso es lo que hace el humor, despojar a cualquier ideología, a cualquier planteamiento, o a cualquier creencia de todos sus aditamentos sagrados, serios, o siquiera importantes, y así mostrarlos en su, a veces ridícula, desnudez. Por eso el fanatismo se revuelve ante el humor que lo deja inerme y que lo muestra ante el mundo tal como es, y que lo hace, además, en un idioma fácil de entender. No todo el mundo entiende un tratado laicista, pero todo el mundo puede reírse con La vida de Brian.
Eso es lo que hace el humor, despojar a cualquier ideología, a cualquier planteamiento, o a cualquier creencia de todos sus aditamentos sagrados, serios, o siquiera importantes, y así mostrarlos en su, a veces ridícula, desnudez. Por eso el fanatismo se revuelve ante el humor que lo deja inerme y que lo muestra ante el mundo tal como es, y que lo hace, además, en un idioma fácil de entender. No todo el mundo entiende un tratado laicista, pero todo el mundo puede reírse con La vida de Brian.
El humor siempre lleva la libertad de expresión al límite, y esa es su grandeza y también su peligro porque pocas cosas golpean con más fuerza todo lo que creemos importante, lo que nos construye, lo que nos proporciona un sentido de identidad. El humor es una de las cimas rebeldes de la inteligencia, una de las más difíciles de doblegar; no hay humor sumiso al poder y por eso es también una trinchera de la razón, de la humanidad y de la libertad.
Y no nos engañemos, es muy fácil defender lo que nos parece gracioso a cada uno de nosotros o nosotras, pero no lo es tanto cuando ese mismo humor ataca en cambio lo que nos parece sagrado o importante. Por eso resulta un poco patético que los mismos que ayer pedían la prohibición de viñetas sobre la virgen, o sobre la monarquía, defiendan hoy enfáticamente la libertad de expresión; o que los que hablan de defender nuestro “sagrado” derecho a la libertad sean los mismos que defienden que existan delitos relacionados con esta, como el que protege, precisamente, los sentimientos religiosos, como si estos sentimientos fuesen más dignos de protección que otros.
Por supuesto que no es igual, ni parecido siquiera, pedir el secuestro de una revista que matar a los viñetistas, pero la esencia de la libertad de expresión es siempre la misma: el derecho a expresar ideas que puedan ofender o molestar a alguien (o a muchos). Si lo expresado no molesta a nadie, entonces no lo llamamos libertad de expresión, sino sentido común o sentir general.
Unos humoristas críticos, corrosivos, ofensivos para mucha gente, han pagado con sus vidas la defensa del derecho a reírse de todo, absolutamente de todo. Apliquémonos el cuento para cuando nos toque defender la libertad de expresión ajena y entendamos que los asesinados de Charlie Hebdo son héroes de una libertad que ningún fanatismo tolera y que mucha gente normal deplora cuando le toca.
Son héroes porque vivían en una permanente amenaza hasta el punto de tener que contar con protección policial permanente, así que sabían perfectamente lo que se jugaban, y aun así siguieron. Siguieron molestando a prácticamente todo el mundo alternativamente, que es el deber de la sátira, para bien y para mal. No siempre la sátira tiene por qué ser acertada, y aun así hay que defenderla siempre.
Los asesinos, en medio de la masacre gritaron que Alá es grande y que habían vengado a Mahoma. Amparados en estos mismos gritos unos bárbaros del mismo pelaje que estos tres parisinos están torturando y matando a miles de musulmanes en todo el mundo; a personas que también piensan que Alá es grande pero que Mahoma no necesita que nadie le vengue. De hecho, eso mismo puede que pensara el policía musulmán que protegía a los trabajadores y trabajadoras de Charlie Hebdo de la misma barbarie que le ha matado a él. Por eso no matemos a las víctimas dos veces. Les ha matado un fanatismo, no dejemos ahora que se apropie de su digna y heroica memoria otro fanatismo. Resistamos con uñas y dientes cualquier intento de apropiación de esta muerte que no se haga en nombre de la democracia, de la libertad y de la igualdad. Esa es la manera de honrarlos a ellos y a nosotros y nosotras mismas.
Y respecto de la tercera proclama que lanzaron al aire los asesinos: “Hemos matado a Charlie Hebdo”, no podían estar más equivocados. El espíritu de Charlie Hebdo, con este u otro nombre, no puede morir mientras haya gente dispuesta a defenderlo; y ahí estamos la mayoría.
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