Publicado en Público el 9 de septiembre de 2016
En los últimos años leemos noticias que nos espantan en relación a la vida de las mujeres. Desde las matanzas indiscriminadas y extremadamente crueles de las que Ciudad Juárez es un ejemplo, hasta la imposición de 50 años de cárcel a mujeres que han sufrido abortos (incluso involuntarios) en El Salvador o Guatemala.
Por supuesto que no se trata de que en determinados lugares
(en este caso Centroamérica) sean más machistas que en el resto del mundo, ni
de que determinadas culturas sean tampoco más patriarcales. Se trata de otra
cosa, y las lecturas que he hecho este verano de la antropóloga Rita Segato me
han ayudado a introducir un sentido de inteligibilidad en un magma
incomprensible hasta este momento. Claro que hay machismo, patriarcado puro y
duro y que esa es la base sobre la que se levanta esa violencia; pero patriarcado
lo ha habido siempre y en todas partes. Lo que ahora se produce de nuevo es la
expansión de un neoliberalismo brutal en territorios fronterizos, una guerra
que se libra en el cuerpo de las mujeres y que se produce al mismo tiempo que
ciertas victorias del feminismo en algunos ámbitos institucionales y culturales
que han ayudado, paradójicamente, a convertir la masculinidad tradicional en
una identidad de resistencia para muchos varones empobrecidos y desposeídos de
todo por ese neoliberalismo
Esta violencia a la que hago referencia es una violencia
extremadamente cruel que se produce contras las mujeres desde dos ámbitos
diferenciados. Por una parte el ámbito de la ilegalidad en la que se producen
los feminicidios de Ciudad Juárez, Guatemala, Honduras, El Salvador…violencia
de una crueldad y brutalidad extremas que se produce contra mujeres
desconocidas para los agresores. Además de la extrema crueldad de estos
asesinatos, que siempre se producen después de torturas inimaginables, otra de
sus características es la absoluta impunidad de los culpables, que jamás son
detenidos. Por la otra parte, tenemos una violencia institucional que tiene
como epicentro la supuesta lucha contra el aborto. La crueldad estatal en
muchos de estos países roza el delirio. Así, cualquier pobre que acuda a un
hospital después de un aborto, provocado o no, puede ser arrestada y condenada
incluso a 50 años de cárcel. También en algunos estados de EE.UU se están dando
casos de mujeres acusadas de asesinato por haber bebido alcohol durante el
embarazo o por haberse caído y haberse malogrado dicho embarazo. En muchos
países de Latinoamérica mientras los violadores gozan de una impunidad casi
absoluta, el estado impide a niñas de once años abortar de embarazos producidos
por sus padres o conduce a mujeres embarazadas con cáncer a la muerte antes que
darles la quimioterapia que podría salvarles la vida. Son casos reales, no
estoy exagerando. La violencia legal, la que practican estos estados contra las
mujeres, tiene una importante función pedagógica.
El estado muestra así su poder y su crueldad demostrando que
reconoce una jerarquía entre las personas, que las mujeres, especialmente las
mujeres indígenas y las más pobres, ocupan el escalón más bajo de la misma; que
existen seres humanos (mujeres) desechables y que no duda en usar su poder de
manera arbitraria contra ellas.
Lo que vemos es que el poder, en su vertiente legal e
ilegal, el estado y su reflejo, el narcoestado o el reflejo corrupto del mismo,
toman a las mujeres como rehenes y víctimas de una guerra contra los pobres,
por una parte, y entre las distintas facciones de los narcoejércitos, por la
otra. Ese territorio fronterizo es el lugar en el que la vida humana no vale
nada y en el que se dan cita multitud de negocios de los que el neoliberalismo
completamente desregulado saca beneficio: trata de personas, tráfico de
órganos, prostitución, tráfico de drogas, de armas, de medicinas…todos ellos
negocios ilegales pero cuyos beneficios se blanquean en bancos y legales al
otro lado de la frontera. Ese dinero de origen legal e ilegal es el que paga,
además de ir al bolsillo de las enormes fortunas personales de los grandes
capitalistas, las campañas electorales de todos los partidos de la región, la
publicidad en los medios y la opinión editorial de todos esos medios de
comunicación, vaciando de sentido la democracia representativa.
Esos negocios, legales o ilegales, que se establecen en la
parte pobre de la frontera necesitan territorios en los que nada ni nadie se
les oponga, ni personas, ni leyes, ni mucho menos la sociedad civil u
organizaciones sociales de ningún tipo. Para ello siembran el terror de manera
arbitraria, demostrando un poder soberano sobre el territorio. Los cuerpos de
las mujeres siempre han sido, en todas las guerras clásicas, equiparadas al
territorio, lugares de conquista. Ahora ya no se trata de conquistar el territorio,
sino de arrasarlo, porque el neoliberalismo no quiere conservar ninguna
estructura, ni cultural, ni familiar, ni simbólica ni material. El asesinato
indiscriminado de mujeres sirve para demostrar un poder ilimitado sobre las
vidas, una crueldad ilimitada también, una voluntad de aniquilar las
estructuras comunitarias, familiares y sociales. Pero, al mismo tiempo, se
convierte en expresión de masculinidad, en una especie de intercambio ritual
entre las bandas, en un aviso, en un rito de iniciación entre las mismas. La
masculinidad extrema, la fratría, se ha convertido en uno de los rasgos
característicos de un estado paralelo que utiliza a las mujeres como obreras
explotadas en las maquilas, como mercancía y objetos de consumo en la
prostitución y como objeto sacrificial proveedor de masculinidad para los
miembros de la fratria. Masculinidad, por otra parte, cuestionada y presionada
por ciertos avances del feminismo que ha provocado cambios sociales y
simbólicos.
El estado se comporta también como una banda más castigando
a las mujeres pobres y/o indígenas para destruir en ellas la posibilidad de la
emergencia de economías alternativas, la resistencia de las economías
tradicionales, de las sociedades apegadas a vínculos que no tienen espacio en
el neoliberalismo desregulado, donde todo vínculo social o cultural es un
impedimento en la extensión del capital. Castigando a las mujeres pobres y/o
indígenas buscan destruir cualquier resquicio comunitario, cualquier atisbo de
economía tradicional, la que busca el sustento en la agricultura, la que busca
cuidar de los bosques o los ríos, la que se basa en la reciprocidad o la
solidaridad. Al castigar a las mujeres pobres e indígenas los estados buscan
destruir la resistencia de los pueblos.
Al mismo tiempo, apoyando el negocio de la trata de
personas, apoyando la prostitución, declarando la impunidad de los asesinatos
machistas, el poder, legal e ilegal, si bien aterra por un lado, se garantiza
por el otro cierta cohesión social básica que impida un estallido
incontrolable. En una sociedad en la que millones de personas han sido
desposeídas de todo, de futuro, del trabajo, en la que los salarios han sido
reducidos al límite de la subsistencia, y en la que, al mismo tiempo, el
feminismo ha buscado ofrecer a las mujeres oportunidades y nuevas libertades
que ponen en cuestión las masculinidades tradicionales, se hace necesario, al
menos, no privar a los hombres de lo poco que les queda, su sentido de la
masculinidad; se les asegura así que al menos por debajo de ellos hay otra
clase: las mujeres. El estado contribuye a la conversión de las mujeres en
mercancía y a su señalamiento como desechables. Eso ayuda a que los hombres que
no tienen nada sientan que, al menos, les queda la masculinidad como un bien
valioso.
En definitiva, la violencia creciente contra las mujeres,
simbólica y también material, hay que entenderla, cada vez más, como un
elemento más de la desigualdad económica y de la desposesión neoliberal; como
una compensación subjetiva para los sujetos masculinos a los que se les ha
privado de todo, incluido su sentido fuerte de la masculinidad. Los cuerpos
femeninos en los territorios de frontera son cuerpos basura, desechables,
cuerpos sacrificiales que se destruyen como símbolo, y que se compran y se venden
como objetos. Es en este contexto en el que tenemos que entender tanto los
feminicidios como, por ejemplo, la represión de los estados a las mujeres que
han abortado o que incluso han sufrido violencia sexual.
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