Publicado en El Plural el 20 de septiembre de 2011
Nunca hemos sido una Europa verdaderamente laica y mucho menos una España laica. En el caso de Europa no hay más que ver lo nerviosos que se pusieron todos los gobiernos y las tonterías que dijeron en el caso de las viñetas de Mahoma. En el caso de España ni siquiera somos un país aconfesional; como mucho toleramos la existencia de otras religiones distintas a la católica, pero siempre con desconfianza y con ánimo de dificultar su práctica en lo posible, cuando no las usamos como excusa para excitar el racismo y la xenofobia. Los funerales de estado incluyen curas y misas y hasta para botar un barco ponemos un cura. Aun con todo esto hasta hace bien poco la reivindicación de avances en la laicidad, aunque formalmente detenida, era una “cuestión” dentro del PSOE, que se esforzaba por dar una de cal y otra de arena. Este verano, con la visita del Papa, las cosas cambiaron. La puesta del Estado a los pies de la iglesia católica ha sido cuanto menos conmocionante. Un cambio de tendencia.
La batalla que se desarrolla no es entre creyentes y no creyentes. Por una parte porque los creyentes no están siendo atacados ni tienen ningún problema para seguir con sus creencias. Y de hecho, muchos creyentes asistieron a la manifestación a favor de la laicidad y se manifestaron en contra de los fastos papales. La batalla se da entre dos visiones ideológicas del mundo. La batalla es entre el fundamentalismo religioso que alienta una visión de absolutos morales rígidos emanados de la autoridad, la que sea, y las personas que piensan por sí mismas; entre quienes ven un mundo dividido entre el bien y el mal y quienes viven entre matices, entre las certezas rígidas y los prejuicios, y el pensamiento complejo. Y dentro de los creyentes la batalla es la misma: entre quienes practican una religiosidad infantil y primaria y quienes profesan una religiosidad inteligente.
Hasta hace poco podíamos pensar que la primera visión estaba caduca en nuestras sociedades debido a la complejidad de las mismas, a los flujos de información, a la extensión de cierta cultura y educación entre todas las capas de la población y sobre todo a que la ideología neoliberal con su énfasis en el dinero, en la inmediatez de la satisfacción, y el individualismo a ultranza no parece que case demasiado bien con las fabulaciones mágicas, irreales y siempre diferidas de la religión, ni con sus llamadas a ciertos imperativos ascéticos que se oponen a lo que mandan la publicidad y el consumo.
Creo, sin embargo, que la religión –que nunca se ha ido- ha vuelto para quedarse y que el recibimiento ofrecido al Papa es la señal inequívoca de un profundo cambio de tendencia. La religión ha vuelto en su visión sectaria, prejuiciosa y fundamentalista, y ha vuelto porque es necesaria. Lo cierto es que el neoliberalismo no da puntada sin hilo y de la misma manera que antes de cercenar el limitado estado del bienestar conseguido tuvo que expandir una ideología que socavaba los valores éticos de lo comunitario y de la solidaridad social y cambiarlos por un individualismo ensimismado y egoísta, lo cierto es que las capas más empobrecidas, los perdedores de esa ideología necesitan valores que vayan más allá de un materialismo al que no llegan; necesitan creencias si se espera de ellos que defiendan un estado de cosas que no les da nada.
Una vez que la derecha ya no tiene ningún problema en España para mostrarse como lo que es, una vez que Esperanza Aguirre se ha erigido en la defensora del Tea Party hispano, es el momento de acabar con la enseñanza pública y expandir una religiosidad infantil, sencilla, pero ideológicamente muy reaccionaria; una religiosidad para pobres a imagen y semejanza de la que existe en los EE.UU y en Latinoamérica. Así que sí, en el futuro, veremos cómo la iglesia es cada vez más apoyada por los poderes públicos, por todos, porque de esa religión se espera que sea el pegamento ideológico que legitime la política neoliberal que pretende acabar con el estado. Porque el estado debe ser el encargado de fomentar la cohesión social pero cuando el estado se empequeñece hasta casi desaparecer, algo tiene que ocupar su lugar para que esto no estalle, y ese lugar es el que se reserva para la religión.
Lo que el neoliberalismo pretende es que el malestar y la búsqueda no terminen volviéndose hacia las ideologías ya no voy a decir de izquierdas, sino simplemente democráticas. Para esto nada mejor que dios. Por supuesto que nada de esto es nuevo, es muy antiguo. Lo que es nuevo en las vidas de muchos de nosotros y nosotras, personas nacidas en el último franquismo o en la democracia, fue la visión de un líder religioso convertido en un faraón egipcio y a un Kiko Argüello hablando del demonio en la Plaza de Colón a costa de millones de euros de nuestros impuestos. Pues no es nada más que un anticipo de lo que nos espera. Se va a hablar mucho del demonio en el futuro, y para combatirlo sí que va a haber dinero.
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