Publicado en El Plural el 25 de noviembre de 2011
No es que eso esté mal los argumentos son los que son y los que se manejan de uno y otro lado, pero desde mi punto de vista no merecía la pena pasarse años leyendo todo lo escrito y trabajando en el tema si no es para intentar, al menos intentar, decir algo un poco novedoso o distinto. Eso es lo que he intentando con el libro y no se si lo conseguiré. En la parte positiva, digamos que he hecho un auténtico esfuerzo, y un esfuerzo honrado intelectualmente, por proponer puntos de fuga a un debate que parece colapsado; en la parte negativa me temo que me arriesgo a que, dada la enorme polarización del debate, en el que apenas se admiten fisuras, mi libro no guste ni a unas ni a otras. Ya veremos.
En todo caso, mientras preparaba una ponencia sobre el libro, se ha celebrado en Madrid una manifestación de neomachistas y todo el mundo es consciente de que el neomachismo está creciendo, organizándose y rompiendo barreras que hasta hace poco tiempo le frenaban. Me ha venido a la cabeza una de las cuestiones que aparecen en mi libro y que está muy relacionado con el neomachismo. Hablo en el libro sobre las “expectativas científicas” que existían en los años 60 y 70 acerca de hacía dónde se dirigía una institución tan conocida y estudiada, ya entonces, como la prostitución. Las personas expertas señalaban cómo hasta los años 50-60 existía una tradición que han llamado de “armoniosa desigualdad” entre esposa y marido. Era desigualdad, sí, pero no era especialmente conflictiva porque cada miembro del par conocía cual era su sitio y lo aceptaba. Pero a partir de esa fecha se produce una auténtica revolución cultural que denuncia y proclama ilegítima cualquier desigualdad: de clase, racial, étnica y de género. Resulta entonces muy difícil hacer aparecer como aceptable ninguna desigualdad, especialmente la de las mujeres, que el feminismo teoriza como injusticia social.
Es en este momento (aunque parezca tan lejano) cuando se abre un periodo de indefinición y cambio en el que todas las definiciones sociales tendrán que ajustarse, ajuste que no ha concluido en absoluto sino que, además, amparado en el neoliberalismo triunfante (que no es más que la deslegitimación de las ideologías igualitarias) ha propiciado una poderosa reacción conocida como neomachismo. Las sociólogas y sexólogos de los 60 y 70 (incluso Kinsey ya en los 50) estaban seguras de que la llamada revolución sexual acabaría con la prostitución puesto que esta institución parecía haberse quedado sin razón de ser.
Una vez que las mujeres se incorporaban a la vida sexual en igualdad, que la anticoncepción lo hizo todo más fácil, una vez que las jóvenes tenían sexo antes del matrimonio, sin necesidad de matrimonio y ni siquiera de compromiso; una vez que la masturbación era aceptada como natural, que el objetivo del sexo era el placer, para ambos, etc. se supuso que los hombres irían adecuando sus prácticas sexuales y sociales a la igualdad, era lo esperable y fue lo que sucedió. Los estudios de esa época muestran un descenso muy acusado del uso de la prostitución por parte de los jóvenes. Pero pasada una década de descenso, ocurrió justo lo contrario: el uso de la prostitución se disparó como nunca antes en la historia.
Cuando más posible era tener sexo gratis, elegido, libre, igualitario y placentero, el uso de la prostitución se dispara, lo que demuestra que los hombres no sólo quieren tener sexo, a veces ni siquiera prioritariamente; o más concretamente es ese sexo elegido, libre, igualitario y placentero para ambos lo que, precisamente, no buscan. Es más, casi podría decirse que en realidad escapan en masa de esa posibilidad y se refugian en la prostitución que ofrece otro tipo de sexo para ellos; un sexo que invalida algunas de las posibilidades mencionadas.
Los hombres buscan en la prostitución lo que Anna Jónasdottir ha llamado “plusvalía de género”. Buscan en la prostitución un refuerzo o una confirmación de su masculinidad especialmente amenazada a partir de la emergencia del feminismo. En mi libro ( y ya se que esto no es nada nuevo) sostengo que la prostitución funciona hoy como uno de los últimos refugios y refuerzos de una masculinidad hegemónica asediada en muchos frentes; de ahí que su uso sea cada vez más frecuente en lugar de menos como hubiera sido lo esperable. Pero la prostitución no es el único refugio, sino que el miedo, el pavor más bien, a la igualdad de las mujeres se ha rearmado en otros muchos frentes y se manifiesta cada vez más abiertamente en eso que se ha llamado neomachismo. Me refiero al caso de la prostitución porque es lo que estoy trabajando pero el neomachismo está organizado, es poderoso porque lo apoyan, además de cada hombre particular que no sea igualitario, poderosos grupos ideológicos de extrema derecha, y tenderemos que afinar nuestros instrumentos para combatirlo. El neomachismo extremo es fascismo porque lo que busca al final es la muerte social y pública de las mujeres y la vuelta a su subordinación.
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